Antes que el sol aparezca y
amanezca la mañana, el tren pita en la estación de partida. Soñolientas miradas
acarrean el equipaje ajeno, las prisas, la subida en barra agarradas ante el
torpe banzo que separa el andén del vagón elegido.
Al fin, Chindas, el asiento
templa el desaguisado del madrugón. Poco a poco el alba pone su candor a la
imaginación y revolotea entre paisajes que corren sin dar alcance alguno, por
su viaje opuesto, a nuestro viajar ilusionado.
Trozos de pensamientos se escapan
de las frentes de los transeúntes sentados a nuestro lado y una larga hilera de
ensoñaciones o soñaciones hacen brillar sus ojos. En silencio “cuasi” religioso
observo sus gestos quedos, sus manos apretando el bolso junto a su cuerpo o
sosteniendo un libro que no abren, unos apuntes de trabajo, de estudio;
apoyando en ellas su cabeza o simplemente reposando en actitud de sosiego.
Parada en cada estación; nuevo
traqueteo del despertar del tren hacia otro punto deseado. Así horas y minutos
enlazados en un mismo devenir llevando en su grupa de hierro la alegría del
reencuentro, la soledad de la despedida; el retorno al hogar, la distancia que
acongoja o el expectante estreno de paladares nuevos. Fuera, los cables del
tendido eléctrico juegan a la comba.
El interventor saluda, ve el fin
de cada destino y con la prudencia de su oficio hace clic a nuestro billete. No
nos desea buen viaje, que sería de agradecer, pero su presencia nos da
seguridad.
Las ventanillas ya anuncian el
esplendor del día aunque esté lloviendo; sus grandes ojos casi cuadrados y sin
párpados en estas líneas de media distancia, se llenan de vida que, eso sí, nos
regalan su mirada.
Familiar o no nuestro fin de
trayecto está próximo y los campos muestran sus galas, su riqueza, su historia.
El afanar de los lugareños brilla como el agua de sus ríos y el conjunto de sus
obras invitan con hospitalidad a detenernos.
Abrazos. Distancia acortada en
pleno día, gracias al amanecer del tren.
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