Ojeando unos apuntes de aquella
etapa en Ecuador me emociona aún éste que di en llamar: “El sendero de los
pasos desnudos”, te lo voy a leer mi buen amigo Chindas, para que valores
aquella escena y vivas conmigo la impronta del recuerdo.
La ilusión somnolienta camina
paso a paso por el angosto sendero. Lucecillas lejanas reflejan sus vidas
diminutas. Nubes de humo azulado lanzan al aire sus etéreos efluvios de
primavera. Abajo, el valle.
Cada mañana, muy temprano, apenas nacido el día, “el lecherito”
de pies descalzos, pantalón de tirante al hombro y la sonrisa en su voz
obediente, asoma sus oteantes ojos por la rendija que inicia la apertura de
entrada a la capilla del Colegio rico.
¡Buenos días Diosito! dice en voz
alta y, simulando una cruz besa el pulgar de su mano como signo de respeto,
cerrando la puerta con cuidado.
En la cocina del lugar vacía su
lechera en una olla según le indican, recoge los sucres, esas monedas tan
necesarias en su familia y retorna al hogar, arriba en la cima.
Mariposas parecen sus brazos
aleteando, en juego imaginado, en esa subida estrecha del repecho que le lleva
a su casa. La lechera de porcelana blanca mellada, parece un pequeño dálmata
travieso; sube, baja y hace piruetas en el aire.
Mamita, tenga los sucres, la
señora me dio una galleta pero me la he comido. Bien Oswaldo, lávate y vete al
colegio, tu ñato (hermano) está listo. Con la cara todavía húmeda y el pelo
relamido y con los dedos como peine retocado, coge de la mano a su hermano
menor. Se llevan dos años, pero él es el mayor y responsable de que no le pase
nada en el kilómetro y medio que dista de su casa a la escuela. Con siete años, en su
mochila de trapo viejo, cosida y recosida con habilidad por su madre cholita,
lleva un cuaderno y un lápiz. Lujo e ilusión de aprender.
En el angosto camino las piedras
resbalan a sus pasos. El sendero siente el hormigueo de sus pies desnudos y
deja que las piedrecillas caigan en alegre danza hacia el valle.
Último tirón del brazo del
pequeño y jadeando, se colocan en la fila
que hay formada en el patio para entrar en clase. Su “señita” con vocación de enseñante primeriza, va ayudando a
cada niño a despojarse de su ponchito y
vestir el babi colegial.
Reguapos ocupan sus puestos, en
sus ojos brilla la meta alcanzada que les abraza; van a aprender a ser mayores
de bien sabiendo leer y escribir. Quedando a los niños en sus clases contemplo
por la ventana a un grupo de mamás con su preciada carga a la espalda, su
guagua; se dirigen al mercado. Sus manos siempre laboran. Hoy el huso va
torciendo e hilando el copo de lana que del delantal sale cual nube robada al
cielo, escondida, sigilosa. Otras veces son esos sombreros de paja de jipijapa
los que van saliendo de sus hábiles dedos
Un caballero con sombrero de paño
marrón y poncho, ambos tejidos a bayeta, se detiene a una distancia prudente
del grupo. Le observo. Inmutable, bajo la mirada oscura del revés de dicho
poncho (…) riega la céntrica calle. El río Orinoco es dibujado en el suelo.
Saber geografía es interesante pero plasmar sus cauces en el centro de la
ciudad no deja de ser relevante lección.
Volvamos al comienzo, son apuntes
llenos de entrañables recuerdos y por hoy lo dejamos aquí no sin antes hacer
llegar mi cariño a esas “manecillas del reloj / sin cuerda que las avance/
abrazo paterno/ bolsillo de chaleco con picado dentro/.
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