Amigo Chindas, caen en mis manos
unos apuntes que hice allá por los años 50 y tantos en Ecuador y no me resisto
a que valores aquella bella experiencia.
Con
el guagua (bebé) a la espalda, la pollera limpia de vistoso colorido y la
trenza de pelo oscuro sobre un hombro, baja la cholita al mercado. Las manos
siempre activas van tejiendo con maestría un sombrero de jipijapa; acabado éste
lo coloca sobre la cabeza, luego el siguiente y así hasta llegar al mercado de
la ciudad de Cuenca.
Belleza
cotidiana repintada en la línea del sendero cada semana. Pasos desnudos,
ligeros cual pajarillos picoteando el grano esparcido por el camino, la van
acercando a su meta. Aflojando el rebozo con el que sostiene al niño a su
espalda, se sienta entre hierbas y guijarros para amamantarlo. Serenidad
plasmada de eterno amanecer, sabor a madre del universo expectante.
El
mercado en la ciudad es un parque natural de flores en movimiento. Faldas
multicolores, sombreros, ponchos, frutas y la voz cantarina que se entremezcla
forman un lujoso paisaje para el visitante.
Cuando
la tarde va recogiendo los tules del día y la distancia al hogar hace necesario
emprender el regreso, la indita atrapa de nuevo a su hijo en la cobija o rebozo
colocando a su lado un compañero de viaje; a buscarle bajó hoy al mercado.
Antes
de iniciar la subida al monte donde vive, pasa por la iglesia a dar gracias a
“Diosito” y allí me sorprendo. Sí, delante de mí, a espaldas de esa señora, dos
“caritas” me miran cómodamente instaladas en su “cuna” de viaje. Junto al
infante, un chanchito semidormido gruñe por lo bajo. Al lado, junto al banco
del templo, un devoto coloca su bicicleta cerca de él. En mi interior suenan
campanillas de alabanza y miro perpleja la naturalidad de estos hechos.
Maravillosa
provincia la de Azuay en el interior de Ecuador, en ella he descubierto pasos
increíbles en el sendero inimaginable de la vida. Rostros soleados de rosáceas
mejillas, de mirada inquisidora esperando un saludo, una frase, para responder
con una sonrisa llena de apertura y cercanía. Admiro una vez más el traje
andino de la mujer. Tres faldas o polleras también llamadas anaco, de paño bien
urdido y con variados dibujos y tintes son las sayas de obligado uso. Un
corpiño con camisola debajo y el inconfundibles tocado, un sombrero de paja.
Calza artesanas zapatillas, algún día quizá fueron nuevas. Maravillosos
recuerdos.
No
te canso más Chindas, si quieres otro día volvemos a abrir este cuaderno de
viaje, ¿te gusta?
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