jueves, 8 de mayo de 2014

Donde menos se piensa, salta la liebre

Viniendo del paseo cotidiano me viene preguntando mi socio que, de saltar una liebre, ¿dónde saltaría? Respondiéndose jocoso que en mi cabeza, pues donde menos se piensa salta la liebre. Y todo porque, a pocos metros de mí, saltó esta tarde una sin que con el olfato, la vista o la intuición la detectara.
Pero está claro que no pueden los hombres reírse de nosotros cuando les saltó la liebre de la crisis sin que la vieran venir, y mira que atufaba, y hoy campa a sus anchas sin que le den caza.
En un exceso de optimismo, empresas y familias se endeudaban, el dinero circulaba y se vivía de hipotéticas ganancias a diez, veinte, treinta o cuarenta años. Cuando se hizo evidente que los plazos de amortización eran impagables, el miedo se apoderó de los actores económicos y comenzaron las quiebras bancarias, empresariales y familiares; y hasta hubo gobernantes que no creyeron que hubiera una crisis, a lo más un tropezón coyuntural fácilmente superable.
Mas la dinámica había cambiado, del optimismo se había pasado al más profundo pesimismo. Si no se podían pagar las deudas ni se podía recurrir a nuevos préstamos se imponía el recorte en el gasto, en el empleo y en el consumo y, con todo ello, una contracción en la producción.
Había saltado un nuevo gazapo: la ley del péndulo, a un exceso en el gasto le siguió el exceso del uso y abuso de los recortes.
No se quedó en un punto de equilibrio, se impusieron medidas brutales de contracción en el empleo, en los servicios básicos de sanidad y educación, se paralizó la investigación y, en consecuencia, disminuyó el consumo, la producción y la actividad económica, lo que provocó la disminución de los ingresos del Estado; por lo que corregir el déficit se hacía más difícil y aumentaba el paro, la pobreza y el sufrimiento de los más débiles.
Y esto sucedía (y sucede) en una Europa, en especial la del euro en que los países del sur tenían más problemas, tal vez porque abusaron más del endeudamiento en la época de las vacas gordas. Y como Europa es una unión de Estados, son sus dirigentes los que deciden en último término, no la Comisión ni el Parlamento. Estos gobernantes han impuesto unos objetivos de déficit inalcanzables para los débiles sin hundir su economía real.
Y aquí estamos ante unas elecciones europeas importantes para conocer el estado de ánimo y la voluntad de los votantes, pero de corto alcance en las decisiones claves, y los ciudadanos lo sienten.
En la Unión, serán los jefes de gobierno o de estado quienes tomarán las decisiones; y si estas no son las adecuadas, no sólo los países del sur pagarán el pato.
Puede saltar la liebre y ojalá que no sea donde menos se piensa, como hasta ahora, que parece que los dirigentes son incapaces de olfatear a tiempo los problemas y orientarse en la buena dirección.

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