Desapacible llega el verano
azotando el rostro, desfigurando la cara amable de esta estación vacacional y
levantando las ya elevadas sayas de las mozas que, con algazara juvenil, tratan
de disimular su turbado rostro.
En
mi ventana la silueta colorista de las flores que penden de ella se mece sin
cesar repartiendo en todas las direcciones su aroma y galanura. Viento con
frescura de otros lares que trastoca el agradable paseo de la tarde, que ondula
el agua del Canal, que vapulea las hojas de los árboles al antojo lejano de los
dioses; sensación de amanecida sin cobija sobre las sábanas blancas.
Murmullos
de rosales desflorándose sin intención, recavando la atención de Chindas al
posarse en su nariz un pétalo rojo. Mirada al azul cielo queriendo localizar
los mofletes de Eolo y recriminarle su impetuoso resoplido. Viento que mece el
granar de la mies, que acelera las patas de las perdices, de las liebres, entre
las espigas que orgullosas muestran su vientre maternal en plenitud.
Romance
de sonidos entre las ventanas desvencijadas de unas ruinas próximas y el aire
cálido aún de otra vivienda habitada. Sones de abrazos fornidos, de
arrumacos de protección ante el vendaval; el frío que desampara al anciano y
obliga a cerrar la puerta, es ese viento que despide
el día ignorando los placeres
que su calma provoca.
Sueños
de auras en los poyos de las casas, remansos acariciados por el tiempo en
calma, caldeados por el sol y amigos de la chanza, del vecindario que pasea,
saluda, festeja y ríe. Juegos de niños al escondite del aire. Playas que
susurran espumas blancas.
Viento
que respirar quiere atragantando los suspiros pierde lozanía y encabrita los
sentidos.