Mecidos por las olas, los niños
emigrantes duermen y lloran. Una barcaza es su cuna y en los brazos ateridos de
sus madres encuentran la razón de seguir viviendo.
Caritas de color moreno, ojos
inmensos y sonrisa fácil. La tragedia, su tragedia, se aproxima cuando el mar
se embravece, cuando la frágil patera es vapuleada por la furia del viento y de
la huida. Calor humano masificado, hermanado en el dolor de la migración.
Sobrevivir es la esperanza de
esta aventura familiar, vecinal o de desconocidos. Todos se alejan de su patria
rota, del temor de las bombas, de las casa destruidas...
Niños de futuro incierto, son
víctimas del desamor de los que gobiernan sus destinos, viniendo a caer en el
abismo compasivo de las aguas.
Un mundo nuevo lleva su infancia
al paraíso de los peces de colores, al infinito edén de las sirenas y los
corales. Niños del agua azulada reflejando el cielo, verde mar alfombrando la
frágil embarcación. Bebés desplazados de los brazos maternos son el tul que
envuelve a los adultos en su lucha por la libertad. Lágrimas confundidas con la
angustia que no alcanza a distinguir al hijo ido de su regazo.
Llegan a la costa y ellos no
están, desaliento en la voz, frío en el alma. Caminos de eriales son la
desesperación y la incertidumbre. Llegar, llegar a tierra firme es la meta;
empezar de nuevo agarrándose a la vida que les queda a los que sobreviven a la
virulencia del destino. Mantas y alguna mano tendida son la luz que empiezan a
vislumbrar. No, no miran atrás, a la opacidad de la noche, a los kilómetros
recorridos, al frío, al hacinamiento carente de intimidad...
Entre muchos algún niño también
llega; en el desembarco pasan de brazo en brazo entre asustados y expectantes.
Nueva vida.
Primaveras dormidas entre
arrullos del agua.
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