Hace unos días visitó S. Valentín
los rumores enamorados; con él llegaron las risas festivas del abrazo y la
ilusión. Intercambio de detalles de amistad, de cariño y ese pedalear acelerado
en las bicicletas del corazón.
Saltando los límites de la
velocidad afectiva, los sueños románticos empiezan a ser nubes de algodón de
colores durante la mañana y al caer la tarde. Pájaros surcando el ancho cielo
haciendo filigranas abstractas interpretadas al ritmo de la imaginación de cada
uno. Emoción y temor, olas chocando contra los muros de la edad, del espionaje
o de la lejanía.
Móvil vibrando en el bolsillo,
música avisando. Pantalla mostrando el rostro querido y deseado. Voz
entrecortada con pausa de suspiro aproxima la dicha que el Santo regala.
Una vez al año el amor florece en
esta onomástica, aunque sea febrero y el frío anide en las calles y paseos.
Alamedas desnudas dejan que el aire haga filigranas entre sus ramas. Nidos en
potencia se acurrucan en las bifurcaciones de sus brazos. Placer con calor de
hogar, de convivencia deseada y cristales de colores.
Canta el sol su canción de luz en
la aurora y las estrellas rilan con claridad de luna, sosteniendo el universo
celeste del deseo, que multiplican la alegría del ser, encontrado en reciprocidad
de sentimientos.
Cupido, como portavoz del
cortejo, sonríe al anhelado cruce de miradas y detiene su flecha en el momento
justo, llenando de fascinación el espejismo del porvenir. Ensueño revivido en
fecha tan señalada, como preludio o con agradecimiento por renacer cada día en
el amor, el encuentro permanente de la dicha.
365 días tiene S. Valentín la
tarea de hacerse presente en cada pareja. Festejarlo es cosa de dos, aunque las
multinacionales señalen un solo día. ¿No os parece?.
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