Emigrantes sin horizonte cubren sus cuerpos con
plásticos, sus pies con el lodo, sus ojos tiritan abrazados a las lágrimas del
recelo y rechazo del país donde han llegado huyendo sin saber dónde se
encuentran. Otra lengua, otra cultura, frío por doquier.
Niños, muchos niños esforzándose en seguir siéndolo,
juegan sobre los charcos de la incertidumbre, ríen si alguien les fotografía o
sienten el más mínimo atisbo de cercanía solidaria. Infancia rota vestida con
jirones de esperanza.
Peregrinos de la nada que les rodea. Rememorando a
Calderón de la Barca en “La vida es sueño”, creo oír a esos corazones adultos,
mientras en su pequeña tienda de campaña, abrazan a su familia dándola calor,
recitando ese fragmento: ¡Ay mísero de mí…!
Apurar cielos pretendo, ya que me tratáis así/ qué delito
cometí contra vosotros naciendo/…. Nace el ave y con las galas que le dan
belleza suma/ apenas es flor de pluma o ramillete con alas/ cuando las etéreas
salas que le dan belleza suma/ cortan con velocidad/ negándose a la piedad del
nido que deja en calma: ¿y yo teniendo más alma, tengo menos libertad?
Con futuro
incierto siguen esperando el amanecer, un nuevo día que suavice sus llagas. Un
país que les dé la oportunidad de renacer, de olvidar los horrores vividos, de
ser personas libres. Mientras, nosotros, ¿por qué tenemos su presencia? Vivir
es compartir espacio, amistad, gozar de un mismo cielo, respirar el mismo aire.
Nuestros pueblos se vacían y las casas, muchas, quedan mudas hasta que el
tiempo las abandona. ¿Por qué no alojar a uno o dos matrimonios en cada uno de
ellos? Las ciudades están saturadas y la “beneficencia” estatal también puede
llegar a estos municipios. ¡Piénsenlo!, todos salimos beneficiados.
Emigrantes con rostro dolorido, flores trasplantadas sin
riego que las sustente; aguantad un poco más y no perdáis la ilusión porque la
belleza interior de vuestras vidas merecen el abrazo que os espera tras los
nubarrones.
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